Wednesday, November 2, 2011

Las múltiples dimensiones de la línea en el dibujo de Jonidel Mendoza



En el universo de la física clásica una línea es un elemento unidimensional, la trayectoria más corta entre dos puntos si toma su recto camino. Pero cuando el trazo adquiere direcciones distintas para hacerse metáfora de la imagen o, aún en sus formas más abstractas, las dimensiones se multiplican en la mirada de quien observa como elemento representativo. De acuerdo al teórico del abstraccionismo, Wassily Kandinsky, la línea representaba la tensión, el movimiento, la antitesis del punto que para él significaba el reposo. Para el que dibuja la línea es ese impulso que deviene de la voluntad de hacerse imagen tangible, expresión corpórea, materia que emerge del vacío existente en el plano de fondo. Para el artista plástico Jonidel Mendoza el dibujo puede diluir el espacio bidimensional para hacerse multiplicidad de formas y sugerencias en materiales diversos que juegan con la luz, el espacio y la transparencia.

Desde sus inicios como artista plástico Jonidel ha buscado en el dibujo representar no sólo el exterior de la figura humana sino más bien esa interrelación con su mundo interno, con la reflexión de su propia materia, con la fragilidad de la vida. El joven artista Intervenía placas de radiografías y de resonancia magnética con trazos que sobreponía la presencia de un ser humano real que alguna vez fue explorado por la ciencia para buscar cualquier rastro amenazante contra la existencia.  

En su forma tradicional el dibujo busca representar el límite entre el cuerpo iluminado y la oscuridad.  Pero cuando el trazo se eleva desde el plano del fondo, flota en el espacio, hace juego con su misma sombra y deja que el aire y la imaginación fluyan entre sus intersticios, adquiere una connotación distinta, se hace materia palpable y permeable a la mirada. En el trabajo de Jonidel existen perfiles humanos que se yuxtaponen, que se entrecruzan o se funden en una red  metálica o en distintos planos de organza que quizás sean el mismo elemento en distintos tiempos o lugares del espacio o seres que han convergido en ese momento de la creación para hacerse compañía, para compartir soledad de estar allí presentes, silentes en un universo de luz y sombras. A veces parecieran ser efectos de múltiples focos lumínicos.   

En el dibujo sustentado sobre el mallado, la imagen se hace digito en el espacio, pixeles abiertos que permiten visualizar las capas continúan en la profundidad y crean el conjunto de la obra.   La retícula es el elemento comunicante, la célula multiplicada para crear al cuerpo dibujado. Su vínculo interno y su coherencia.

El dibujo de Jonidel es auténtico en su exploración del ser humano. Aunque no deja de tener vínculo con la obra de importantes artistas venezolanos como Gego o Jesús Soto, es como la continuación de esa búsqueda de la imagen capaz de reflejar y que a la vez permite adentrarse en su interior para hacerse reflexión. En la física moderna existen teorías que demuestran la existencia de  múltiples dimensiones en una sola cuerda que sustenta la materia de la que están constituidos los átomos y el universo. Tal vez en estos trazos metálicos, de tinta o de grafito, que ya conviven en las tres direcciones del espacio,  convivan otras dimensiones ligadas al pensamiento y al proceso creativo del hombre.      

Sunday, October 2, 2011

El lado dócil de la piedra

En el año 2006 estuve en el taller de Valentín Malaver en Lechería y compartimos impresiones sobre su trabajo creativo. Luego escribí estas líneas y se las hice llegar para que, si fuesen de su agrado, acompañaran su trabajo en alguna oportunidad. Hoy Valentín ha partido prematuramente hacia un destino que a todos nos aguarda. Siempre lo recordaremos y su obra permanerecerá en el tiempo como reflejo de su capacidad, constancia creadora y su disposición a compartir lo aprehendido en este breve sendero llamado vida. Por esos extraños caminos comunicantes, una semana antes de su partida compartimos saludos a través de un amigo común quien me llamaría a los pocos días para darme la desafortunada noticia.

Cada roca tiene su secreto, un pasado remoto, muy lejano, que le vio nacer desde la superficie y lleva grabada en su muda y aparente solidez un rumor de ríos, mares y montañas; una historia de profundidades abismales, de magma escondido en el calor de un pedazo de sol dejado en el espacio para que girara y girara hasta hacerse vida y presencia en las más increíbles y diversas formas. Una mirada microscópica puede ir develando este secreto al hurgar en la esencia misma de su cuerpo: millones de cristales se ramifican hasta crear laberintos inimaginables, ramales de vetas entrelazados se esparcen en múltiples direcciones, granos abrazados con mayor o menor intensidad, diminutos túneles porosos de desconocida trayectoria, huellas de fósiles acunadas en un sueño de siglos. Pero entre esa imagen contundente de dureza impenetrable, que puede hacerse fragmentos o inclusive bloques de perfecta geometría, existe un lado dócil, nada fácil encontrarlo, caminos que deja abiertos sólo a quienes logran descubrirlo, como un cuerpo de mujer que se entrega cuando alguien despierta la luz de su pasión. 

Así, en un lenguaje que sólo conoce la roca y quien la esculpe, Valentín Malaver va encontrando las formas y vacíos  de donde nacen en sutil sugerencia: oleajes de mares serenos, espumas de salinas que brotan entre el resplandor de una sol incandescente, ramales que emergen de superficies desérticas, sinuosidades de áridas colinas, huesos de cetáceos abandonados a la intemperie, cadáveres calcáreos de moluscos. Todo esto enmarcado entre el contraste de una superficie suave y pulida de la roca y esa otra superficie cruda y bruta, como para mostrar que aún mantiene su lado indomable.

Muchas veces encontramos dos elementos de la misma materia separados en el espacio: debajo, el bloque madre, casi original, apenas tocado,  de donde nace otro cuerpo de elaborada sutileza que pareciera flotar en el vacío, como queriendo escaparse, pero se mantiene unido  por el cordón umbilical de una barra vertical que alimenta  esta cálida dependencia. Otras veces, la roca quiere ser punta de flecha de cazador ancestral, hacha guerrera que levantó el indio en contra de la espada, de la pólvora y del látigo,  pero en un salto de siglos evoluciona para crecer y hacerse herramienta del arte, sin abandonar el espíritu de su histórica apariencia. 

A la par de descubrir el lado dócil de la roca, su trayectoria y sendero sugerido, Malaver le imprime una huella de vivencia propia, un recuerdo que parte de su memoria y trasmite desde la fuerza de sus manos hasta su superficie, hecho paisaje marino de su isla, de rizo y nudo de la cuerda que amarra la nave en el puerto o sostiene la red que busca en la profundidad  del mar el alimento, de barco naufragado en el fondo del agua, de viento que levanta el espumante oleaje, aviva  las velas en el horizonte y prolonga el vuelo sincronizado de gaviotas y alcatraces, de peces que saltan sobre la superficie del agua o se agitan en su agonía en el fondo del bote, de la sinuosa geometría  de caprichosos corales y de molinos detenidos en el tiempo.

Todos estos elementos moldeados en un perfecto equilibrio de formas, como de sal cristalizada bajo la superficie de la tierra, a pesar de la fortaleza de la piedra, del duro trabajo de  golpearla, perforarla y esmerilarla, como también puede hacerlo el agua del mar y el viento desbocado, hasta  hacerla lenguaje visible, música estática para los ojos de quienes saben escucharla.


Fotografía: Tucán (cedida por Valentín Malaver)