A mi amiga Joney
Resulta que hay un momento de la vida en la cual comienzas a morirte poco a poco, como si fuese una montaña a la que hubieses subido y ahora te toca bajar hasta el fondo del valle porque detrás de ti viene otro por el mismo camino y por más que quieras cederle el paso nadie quiere adelantar su tiempo. Van falleciendo los amigos, los conocidos, viejos amores, se van marchando los hijos a recorrer sus propios caminos y va naciendo un enorme vacío alrededor. Pero cuando comienzan a morirse partes del cerebro, la vida va despareciendo como por pequeñas cuotas, como a crédito y pagando intereses de mora. Y se pierden los archivos de los recuerdos alegres o tristes que revisabas en los momentos de soledad. Pablo no podía explicar cómo sucedió exactamente. Fueron dos tipos, dijo. Salió del banco y lo llamaron por su nombre y apellido. Como si le conocieran desde hacía mucho tiempo. Fue uno de esos días en el que el párkinson le dio algo de tregua y lucidez. No había nadie cerca a quien pudiese llamar para que lo llevara a cobrar su pensión, ni hijos, ni nietos, cada quien en su trabajo, en su casa, los chamos, el rebusque diario y de vez en cuando le entraba aquella sensación de que podía valerse por sí mismo. Ya quedaban muy pocas cosas en el refrigerador y de las medicinas sólo restaba para un par de dosis. Así que, como pudo, se dio un buen baño, se arregló con viejas ropas domingueras, tomó el bastón y el sombrero y salió de casa. Esperó con paciencia el bus en la parada. Lo ayudaron a subir y se fue hasta el centro de la ciudad. Ya no recordaba cuándo había sido la última vez que había ido hasta el centro. La vida se había ido cerrando concéntricamente al vecindario, a la cuadra, a la casa y últimamente sólo a algunas habitaciones del piso inferior; las escaleras no le iban con los temblores del cuerpo y sus lentos pasos. Al menos en el banco la fila de los ancianos no era tan larga. Había acumulado un par de meses de su pensión y eso le alcanzaría para hacer el tour por varias farmacias para buscar las medicinas y para comprar algo de comida. Le pidió al cajero que le chequeara el saldo de su libreta de ahorros: “Pablo Jiménez”, le dijo el tipo al leer la primera página, con una sonrisita ladeada dibujada detrás del cristal de la taquilla, para luego sacar algunos billetes de la caja, contarlos con la máquina, colocarlos dentro de la libreta y entregárselos. “Que tenga buenas tardes” le dijo Pablo con su inestable voz. No había recorrido ni diez metros de la puerta del banco cuando escuchó claramente su nombre. Se detuvo, quiso voltear pero le tomaron por el brazo y sintió el frío del metal que le apretaba entre dos costillas. “Ni se te ocurra voltear viejo”, le dijeron, mientras el otro soplaba “dale que no viene nadie”. Lo llevaron hasta el espacio entre dos camionetas estacionadas y le pidieron exactamente la cantidad de cuatrocientos veinticinco bolívares que había sacado. Una mano que no atinaba el bolsillo por el parkinson y el miedo. Sintió el golpe del hierro por la frente y una mano, que no era la suya, que sacaba violentamente los billetes y la libreta del pantalón. Se sentó recostándose de uno de los cauchos y sólo vio las espaldas de los dos tipos que se marchaban caminando tranquilamente como si nada hubiese ocurrido. Un hilo de sangre bajaba desde los grises y ralos cabellos, pasaba por los surcos que los años habían labrado en su frente y manchaba su camisa de domingo. Alguien pasó, lo vio e intentó ayudarlo a levantarse pero él no quiso. Llegó el vigilante del banco, llamaron a la policía que llegó en nueva, sonora e inútil patrulla. Pablo recordó que tenía una pequeña libreta donde anotaba los números telefónicos dado que su memoria había perdido la facultad de memorizarlos y con el golpe aún latiendo entre las sienes mucho menos. Pidió que llamaran a Eugenia, la menor, porque era la que podría estar más cerca y llegó al lugar con el olor de unos cauchos que venían demoliendo el asfalto por las calles. Apartó a la gente y se agachó. Preguntó lo que ya todos le habían preguntado. Si, dos tipos, me llamaron por mi nombre, me encañonaron, me pidieron exactamente lo que había sacado del banco, me golpearon, no, no les pude ver la cara, no sé, no recuerdo, en otros tiempos hubiese peleado, no me robarían tan fácil. Mientras se apretaba la herida que ya no sangraba con un pañuelo. Eugenia se levantó, pidió hablar con el gerente del banco, el tipo le atendió pero le dijo que no podía hacer nada, que si sabían el monto podía haber sido alguien en la fila. “¡Pero si todos eran ancianos!”, “¡Qué se yo!, en estos tiempos uno no puede confiar en nadie, ponga la denuncia”. Se regresó al lado de su padre y se sentó a llorar de la impotencia mientras lanzaba inútiles maldiciones y les recordaba la madre desde el vigilante hasta el presidente. Lo abrazó y poco a poco, lentamente, se fue apaciguando su rabia. Pablo puso su mano temblorosa sobre la cabeza de Eugenia y le acarició el pelo. Se le había perdido en la memoria cuándo había sido la última vez que se habían abrazado.